Jean Baptiste Antoine Marcellin, barón de Marbot (1782-1854), autor de unas Aventuras, más que Memorias y, sobre todo, personaje literario de aquéllas. Teniente del 1º de húsares a los 18 años, herido catorce veces en combate, salido con vida de peligros increíbles, general de brigada en Waterloo, encarna a la perfección el espiritú de la caballería ligera de la época. Napoleón, siempre tan generoso con los bienes ajenos, le legó en su testamento cien mil francos que no tenía, junto con el reconocimiento a su labor de apologeta del bonapartismo.
Lo que sigue supera con mucho cualquier relato de Ambrose Bierce o Teóphile Gautier: durante la sangrienta batalla de Eylau, parte de la campaña polaca de 1807, librada en medio de una ventisca, Marbot, ayudante de campo del mariscal Augereau, es enviado, a lomos de una yegua con muy mala leche, a dar la orden de retirada al 14º regimiento de infantería de línea francesa, que había quedado aislado tras las líneas rusas.
Hallé al 14º formado en cuadro en lo alto de la loma, pero como la rampa era muy suave la caballería enemiga había podido dar varias acometidas. El regimiento francés las había rechazado con vigor, y se encontraba rodeado de un círculo de caballos y dragones muertos, que formaba una suerte de parapeto, que a aquellas alturas volvía la posición casi inaccesible a la caballería; según comprobé, porque, pese a la ayuda de nuestros hombres, tuve muchas dificultades para superar tan horrendo atrincheramiento. Por fin estuve dentro del cuadro. Desde el fallecimiento del coronel Savary, en el paso del Wkra, el 14º lo mandaba un comandante. Mientras, bajo una lluvia de balas, transmitía a este oficial la orden de abandonar la posición y de reunirse con su cuerpo, me señaló que la artillería enemiga llevaba una hora disparando sobre el 14º, y había causado tales pérdidas que el puñado de soldados restante sería exterminado de bajar al llano y que, encima, no había tiempo para preparar la ejecución de dicha maniobra, puesto que una columna rusa estaba avanzando sobre ellos, y se hallaba a menos de cien pasos de distancia. «No veo manera de salvar al regimiento», dijo el comandante; «vuelva con el Emperador, despídase de él de parte del 14º de línea, que ha cumplido fielmente sus órdenes, y devuélvale el águila que nos entregó, y que ya no podemos defender por más tiempo: que no se sume al dolor de la muerte el verla caer en manos del enemigo». Entonces el comandante me tendió el águila. Saludada por última vez por el glorioso trozo del intrépido regimiento con gritos de «¡Viva el Emperador!», aquellos hombres se disponían a morir por él. Era el Cæsar morituri te salutant de Tácito, pero aquí el grito lo proferían héroes. Las águilas de infantería eran muy pesadas, y su peso lo incrementaban unas recias astas de roble, en cuyo extremo se empalmaban. La longitud del asta me estorbaba mucho y, dado que el palo sin el águila no podía constituir trofeo alguno para el enemigo, con el consentimiento del comandante, decidí separarla de él. Pero, en el momento en que me inclinaba hacia delante en la silla, a fin de adoptar una postura más conveniente para separar el águila del asta, una de las numerosas balas de cañón que nos enviaban los rusos traspasó el pico trasero de mi sombrero, a menos de una pulgada de mi cabeza. El impacto fue aún más terrible, puesto que llevaba el sombrero sujeto a la barbilla por una correa de cuero muy fuerte, y ofreció mayor resistencia al golpe. Me sentí borrado de la existencia, pero no caí del caballo; me manaba sangre de la nariz, de los oídos, y hasta de los ojos; sin embargo, aún podía ver y oír, y conservaba intactas las facultades intelectivas, aunque tenía los miembros paralizados hasta un extremo tal que era incapaz de mover un dedo.
En el ínterin, la columna de infantería rusa que acabábamos de descubrir subía por la ladera; eran granaderos, cubiertos con gorras en forma de mitra con ornamentos metálicos. Empapados en alcohol, y en enorme superioridad numérica, aquellos hombres se abalanzaron llenos de furia sobre los endebles restos del infortunado 14º, cuyos soldados llevaban varios días alimentándose en exclusiva de patatas y nieve derretida; en aquella jornada no habían dispuesto ni de tiempo de preparar tan mísero almuerzo. Aún así, nuestros bravos franceses pelearon en una valiente defensa a la bayoneta y, roto el cuadro, se unieron en grupos y, por largo tiempo, sostuvieron una lucha desigual.
Durante este enconado combate, varios de nuestros hombres, para guardarse las espaldas, las apretaron contra los flancos de mi yegua que, contra su costumbre, permaneció del todo tranquila. De haber sido capaz de movimiento, la habría espoleado para escapar de aquella carnicería. Pero me era absolutamente imposible incluso apretar las piernas, para comunicar mi deseo al animal. Mi posición era más aterradora si cabe, puesto que, como ya dije, conservaba las facultades de ver y de pensar. No sólo se luchaba a mi alrededor, lo que me exponía a recibir un bayonetazo, sino que un oficial ruso de siniestra faz trataba por todos los medios de traspasarme con su espada. Como la muchedumbre de combatientes le impidiese alcanzarme, me señaló a los soldados que le rodeaban, quienes me confundieron con el jefe de los franceses, pues era el único a caballo, y no paraban de dispararme por encima de las cabezas de sus camaradas, de forma que las balas silbaban de continuo en mis oídos. De cierto que alguna de ellas me habría quitado lo poco de vida que quedaba en mí, de no haber causado mi escape un macabro incidente.
Entre los franceses que estrujaban sus flancos contra los de mi yegua se encontraba un sargento, a quien conocía de verlo con frecuencia con el mariscal, mientras hacía copias de los «estados matinales». Este hombre, acosado y herido por varios enemigos, cayó bajo el vientre de Lisette, y se agarraba a mi pierna para incorporarse, cuando un granadero ruso, demasiado bebido para mantenerse firme, con ánimo de rematarlo de una estocada en el pecho, perdió el equilibrio, y la punta de su bayoneta atravesó mi capote, que ondeaba al viento. En vista de que no caía, el ruso olvidó al sargento y me hizo blanco de sus golpes. Éstos en principio no dieron fruto, pero por fin uno me alcanzó, y me ensartó el brazo izquierdo; entonces sentí con una suerte de hórrido gusto la sangre cálida y fluyente. El granadero ruso me lanzó otra estocada con redoblado furor; pero, de tanta fuerza que empleó en ello, se tambaleó y hendió el muslo de mi yegua con la bayoneta. Recobrados por el dolor sus feroces instintos, ésta saltó por el ruso y, de un bocado, le arrancó la nariz, los labios, las cejas y toda la piel del rostro, e hizo de él una calavera animada, chorreante de sangre. Entonces se lanzó rabiosa entre los combatientes y, a coz y a bocado limpios, se llevó a todo y a todos por delante. El oficial que había intentado alcanzarme tantas veces trató de sujetarla de la brida; la yegua lo enganchó del vientre, lo sacó en volandas del barullo y lo arrastró al pie de la loma, donde, habiéndole arrancado las entrañas y machacado las carnes y los huesos bajo los cascos, lo abandonó en la nieve, agonizante. Entonces enderezó por el camino por el que había venido, y al galope tendido se dirigió al cementerio de Eylau. Gracias a la silla de húsar en la que montaba no caí a tierra. Sin embargo, me aguardaba un nuevo peligro. La nieve había comenzado a caer de nuevo, y grandes copos oscurecían la luz del día cuando, en las cercanías de Eylau, me encontré delante de un batallón de la Vieja Guardia que, incapaz de ver con claridad en la distancia, me tomó por un oficial enemigo que encabezaba una carga de caballería. El batallón entero abrió fuego al unísono contra mí; el capote y la silla se llenaron de agujeros, pero ni yo ni mi yegua resultamos heridos. Ésta continuó su veloz carrera y atravesó un seto. Pero este último esfuerzo había agotado sus energías; había perdido mucha sangre, pues una de las grandes venas del muslo había sido seccionada, y el pobre animal se desplomó de repente y cayó sobre un flanco, a la par que yo rodaba a tierra por el otro.
Tendido en la nieve entre montones de cadáveres y moribundos, incapaz de moverme en modo alguno, poco a poco y sin dolor, fui perdiendo la conciencia. Sentí cómo si me acunasen dulcemente para dormirme. Por último, me desmayé por completo, sin que ni el tremendo fragor que los escuadrones de Murat debieron causar al pasar a la carga [acaso la mayor de todos los tiempos, con más de 10.000 jinetes] junto a mí o, quizá, por encima de mí, me despertase. Estimo que mi desvanecimiento duró cuatro horas, y al volver en mí, me hallé en la siguiente horrible situación. Estaba completamente desnudo, salvo por el sombrero y la bota izquierda. Un hombre del cuerpo de Tren, que me creía muerto, me había desnudado al modo de costumbre y, con la intención de arrancarme la única bota que me quedaba, me estaba arrastrando por la pierna, con un pie apoyado contra mi cuerpo. Sin duda, los tirones que daba me habían devuelto el sentido. Logré sentarme y escupí los cuajarones de sangre de la garganta. El impacto ocasionado por el aire de la bala había producido tal extravasación de sangre, que tenía la cara, los hombros y el pecho negros, mientras que el resto del cuerpo estaba manchado del rojo de la sangre manada de la herida. El sombrero y el pelo cubiertos de nieve tinta en sangre y, con la mirada de mis ojos exhaustos vagando de un lado a otro, debía de ofrecer una imagen espantosa. Sea como fuere, el de Tren miró para otro lado, y se marchó con mis pertenencias sin que pudiese decirle una palabra, de tan terriblemente postrado como me hallaba. Empero, había recobrado mis facultades mentales, y mis pensamientos se dirigieron a Dios y a mi madre.
El sol poniente proyectaba algunos débiles rayos a través de las nubes. Recibí lo que creía ser su última despedida. «Si no me hubiesen desnudado», pensaba, «alguno de los muchos que pasan junto a mí se habría percatado del recamado de oro de mi pelliza, habría conocido que soy el edecán de un mariscal y me habría llevado a la ambulancia. Sin embargo, como me ven desnudo, no me distinguen de los cadáveres de los que estoy rodeado y, de hecho, pronto no habrá diferencia alguna entre ellos y yo. No puedo pedir ayuda, y la noche que se aproxima se llevará cualquier esperanza de socorro. El frío aumenta: ¿seré capaz de aguantarlo hasta mañana, en vista de que ya siento el rigor en los miembros desnudos?» Así que me hice a la idea de la muerte, porque, si un milagro me había salvado en mitad de la terrible barahúnda entre los rusos y el 14º, ¿podía esperar que un segundo milagro me librase de aquella horrenda situación? El segundo milagro tuvo lugar del modo siguiente. El mariscal Augereau tenía un criado llamado Pierre Dannel, un tipo muy fiel e inteligente, pero más bien respondón. Durante nuestra estancia en La Houssaye, Dannel, que le había contestado a su amo, fue despedido. Desesperado, me suplicó que intercediese por él. Lo hice con tanto celo que logré restaurarlo en el favor de su amo. A partir de aquello, el criado me había sido muy devoto. Habiendo quedado el equipaje atrás en Landsberg, salió por propia iniciativa en el día de la batalla para traer provisiones a su amo. Habíalas colocado en un carro muy ligero capaz de transitar por todas partes y de contener los artículos que el mariscal necesitaba con mayor frecuencia. Conducía el carrito un soldado que pertenecía a la misma compañía del cuerpo de Tren que el que me había desnudado. Éste último, con mis pertenencias en la mano, pasó al lado del carro, que paraba al lado del cementerio y, al reconocer al conductor, un viejo camarada, le saludó y mostró el espléndido botín que acaba de quitarle a un muerto.
Llegados aquí, deben saber que, ínterin estábamos acantonados en el Vístula, ocurrió que el mariscal envió a Dannel a Varsovia por provisiones, y yo le encargué que mandara quitar el forro de astracán negro de mi pelliza y cambiarlo por uno gris, el que habían adoptado recientemente los edecanes del príncipe Berthier, quienes dictaban la moda en el ejército. Hasta aquel momento yo era el único de los oficiales de Augerau que llevaba astracán gris. Dannel, que se hallaba presente cuando el de Tren mostró su botín, reconoció mi pelliza rápidamente, lo que le llevo a fijarse con mayor atención en los demás efectos del presunto muerto. Entre ellos encontró mi reloj, que perteneciera a mi padre y llevaba la marca de su cifra. Al criado no le cupo duda de que había muerto y, mientras deploraba mi pérdida, quiso verme por última vez. Guiado por el de Tren, llegó hasta mí y me encontró con vida. Grande fue el gozo de este hombre digno, a quien de cierto debo la vida. Se apresuró a llamar a mi criado y a algunos ordenanzas, y me hizo transportar a un granero, donde me dio friegas de ron. Mientras tanto, alguien fue en busca del doctor Raymond, que por fin vino, me vendó la herida del brazo, y afirmó que la pérdida de sangre a ella debida sería mi salvación.
Creo recordar que el sombrero bicornio medio destrozado por la bala todavía para por algún museo de Francia. Para los amantes de los animales: la endiablada yegua sobrevivió. Si desea saber qué fue de ella y en qué otros fregados se metió Marbot, singularmente en España en 1808 (por ciento que aún en guerra con nosotros no dejó de profesar por nuestra nación una profunda simpatía, y llegó a aprender nuestro idioma, al que otorga el título —¡un francés!— de «más fino y majestuoso de Europa»), busque alguna de las ediciones que hay en el mercado. Para los aficionados, también hay una versión en cómic. Si aprecia alguna diferencia con el fragmento que he puesto aquí, es porque yo, que no sé francés, lo he leído en línea en inglés, y he traducido al español ese texto. Qué lo disfrute.
Muchísimas gracias por haberse tomado la molestia de traducir tan largo texto y compartirlo con nosotros.
ResponderEliminarRealmente es sorprendente... ¡bien pareciera ficción! ¡es increíble que sobreviviera!
Menos mal que trató bien a Dannel porque ¿qué hubiera hecho éste si el Barón de Marbot no hubiera intercedido por él?.
"(...) yo le encargué que mandara quitar el forro de astracán negro de mi pelliza y cambiarlo por uno gris, el que habían adoptado recientemente los edecanes del príncipe Berthier, quienes dictaban la moda en el ejército (...)". Podríamos decir que, finalmente, fue "salvado por la moda".
Un saludo.
¡Ah, los tiempos felices en que las guerras eran románticas y dignas de ser pintadas! No me extraña que hubiera tantas. ¿Puede imaginarse alguien una historia así en Afganistán o en Irak?
ResponderEliminarMuy bueno, de verdad.
Gracias a usted y a Fernando, querido Andy, y a quienes se hayan tomado el tiempo de leerlo. Cierto todo lo que dice. El relato parece un cuento por lo increíble de la peripecia, y por el componente moral , pues al final el protagonista obtiene una gran recompensa (la vida, nada menos) por mor de haber obrado generosamente en un asunto aparentemente trivial para él (el despido del criado de un superior). Tampoco deja de ser cierto que la preocupación de Marbot por las tendencias le salvó la vida, en cierto modo; aquí fue lo contrario de un fashion victim.
ResponderEliminarNo coincido en este punto con usted, Fernando. Opino que las guerras siempre han sido más o menos iguales: terribles. Una herida ocasionada por la metralla moderna es algo espantoso; pero una cabeza abierta por un hacha vikinga no lo es menos. Los norteamericanos quemaron Tokio con napalm, y arrasaron otras ciudades en manos del enemigo con bombas atómicas; bien, los ingleses, presuntos aliados nuestros, saquearon y quemaron Badajoz y San Sebastián cuando se hallaban pacíficamente en su poder, con violación y asesinato de mujeres y niños incluídos. Los mongoles erigieron en Samarcanda una torre de ochenta mil cráneos humanos. Lo que ha cambiado no es tanto la guerra, como nuestra opinión de ella: parece que hemos dejado de idealizarla. El porqué de ello podría darnos mucho que hablar y que pensar.